Hace unos días mi hijo cumplió dos años. Mi hijo, mi extensión. Mi doble. El que heredará todo lo que sea sanado y no sea sanado por mí. Las fechas me informan que su inconsciente será fiel a mi historia, y me heredará. Doble por concepción. Fue concebido en la fecha de mi cumpleaños. Después de buscarlo durante diez meses fue concebido justo en la fecha de mi cumpleaños. ¡Oh, qué casualidad! ¿No es así?
Con mi esposa tenemos dos hijos. La niña doble de la madre. El niño doble mío. Es como si el Universo, Dios (o como quieran llamarle a la consciencia universal que lo decide todo) nos hubiese dicho: “¿Así que quieren sanar? Bueno, aquí les mando un par de niños para que aceleren el asunto”. Y bueno, así que aquí estamos, sanando y sanando.
Recién terminamos de ver en familia el Rey león. No tengo idea de cuántas veces la habré visto en mi vida. Incontables veces. Fue estrenada cuando yo tenía quince años, y es una película que nunca he dejado de mirar. Pero creo que ésta es la primera vez que la disfruto después de mí despertar, después de comenzar a caminar hacia el cambio de conciencia.
Siguiendo la trama segundo a segundo pude ver, ésta vez, qué fue lo que siempre me había atrapado. Pude ver a la realidad que nos une a todos detrás de la historia. Pude ver a la realidad expuesta allí:
Simba escapa de su culpa. Él cree haber sido quien originó la muerte de su padre. Escapa y se encuentra con, Timón y Pumba, con Hakuna Matata, con aquella frase: “Si no puedes cambiar lo que pasó en el pasado, déjalo atrás”. Y entonces el pequeño león se dispone felizmente a olvidar. Pero bueno mis queridos, hoy bien sabemos que el pasado jamás se queda atrás. Hoy bien sabemos que no podemos vivir en la paz del presente por el simple hecho de que necesitamos proyectar al pasado continuamente a nuestro alrededor.
Necesitamos volver a vivir la traición, volver a vivir la infidelidad, volver a vivir el abandono, el desamor, necesitamos volver a vivir el victimismo que nuestro clan no pudo sanar. Claro, para así poder sanarlo. Porque… ¿cómo podemos sanar si no volvemos a vivir la experiencia que necesitamos sanar? ¿Cómo nos enteraríamos de qué debemos sanar? El pasado no se queda atrás, jamás se queda atrás, y negar al pasado es vivir en conflicto, porque el pasado jamás se deja de proyectar a nuestro alrededor. Como una película que tenemos que volver a ver una y otra vez hasta entender para qué carajo la estamos mirando, para qué carajo necesitamos mirarla una vez más. ¡Todos los hombres me dejan! ¡Todos me traicionan! ¡Nadie me presta atención! Siempre la misma película una y otra vez.
Y entonces llega la parte en que aparece el indispensable mono Rafiki, el sabio. Entonces aparece el mono y le dice a Simba que su padre no murió, que su padre… ¡está vivo! Entonces Simba comienza a perseguir al simio para poder reencontrarse con su padre. Lo persigue a toda velocidad, corre…, y cuando llegan hasta el lago… el mono le muestra a Simba su propio reflejo sobre el agua. Simba se decepciona. Y entonces el mono le dice: “Él vive en ti”. Eso le dice el mono “Él vive en ti”. Y entonces en ese momento recordé el nombre que intuitivamente decidí darle a mi décimo video: “Mi hijo, mi extensión”, y al fin lo entendí, por fin lo entendí, y me largué a llorar. “Él vive en ti”.
Mi abuelo vive en mí, mi padre vive en mí, mi clan vive en mí… Y por eso nos la pasamos diciendo “¡No quiero ser como mi padre!”, “¡No quiero ser como mi madre!”. Luchamos absurdamente contra nosotros mismos. Luchamos ingenuamente contra lo que somos, contra nuestra herencia. Luchamos día a día para no ser como nuestros padres. Pero mis amados, les tengo una noticia: “Ellos viven en nosotros”. Se los vuelvo a repetir: “Ellos viven en nosotros”. Aceptemos de una vez la realidad. Aceptemos que no queremos ser como ellos porque los juzgamos para no juzgarnos a nosotros mismos. Aceptemos que en realidad estamos juzgando nuestra propia herencia. Qué no estamos juzgando a nuestros padres fuera de nosotros, estamos juzgando a nuestros padres dentro de nosotros. Y mientras ese juzgamiento exista les informo que no habrá paz, jamás habrá paz. No habrá paz mientras necesitemos luchar contra la ilusión de que se puede no ser nuestros padres, de que se puede no ser nuestra herencia. No habrá paz mientras estemos creyendo que tiene que suceder lo que nosotros queremos, en lugar de lo que nosotros atraemos. Nosotros no sabemos lo que queremos. Nosotros no sabemos nada. ¡¡No-so-tros no sa-be-mos na-da!! Y cuando aceptemos que no sabemos nada comenzaremos a acceder al conocimiento. Comenzaremos a acceder a la realidad detrás de la heredada ilusión. Comenzaremos a entender para qué nuestros padres están dentro nuestro. Y podremos comenzar a sanar. Podremos a comenzar a aceptar. Podremos comenzar a liberar del victimismo a nuestro clan. Para que, cuando a nuestros hijos les toque descubrir que nosotros también estamos dentro de ellos, sea un momento de amor, de felicidad, de aceptación. Y no un momento de sufrida negación. Para que cuando nuestros hijos descubran su herencia descubran que ya no hay miedo, que ya no hay ataque; tan sólo amor, paz y felicidad.
Te amo hijo. Te amo pequeño Ovidio. Jamás voy a dejar de sanar, por mí, por mi familia, y para que vos, hijo mío, puedas tener una vida en donde, como a todos, no te quede otra que atraer lo que a vos mismo te darás; en donde no te quede otra que atraer lo que te heredaré: amor, paz y felicidad.
Amo incondicionalmente a cada uno de ustedes. Los amo.
Y cierro este texto con la imagen final de la película, misma imagen con la que empieza: con la celebración de un nuevo cachorro levantado en alto, con la celebración de un nuevo nacimiento, con la celebración de un nuevo integrante del clan, una nuevo ciclo, una nueva oportunidad para que todos podamos, al fin... ¡despertar!
Augusto Godachevich
— Mi hija me está por desaprobar una materia —me dice una amiga.
— ¿Pero ella para quién estudia? —le pregunto—. ¿Estudia para vos o para ella?
— Estudia para ella, para ser alguien en la vida —me responde como si de una obviedad se tratase.
— Pero cuando ella desaprueba… ¿vos te enojás?
— ¡Y claro! —responde efusiva para luego agregar— ¡Es lo único que se le pide que haga! ¡Yo trabajo todo el día para que ella pueda estudiar, para que pueda tener lo que yo no tuve!
— ¿Y ella quiere estudiar?
— Por las notas que se está sacando pareciera que no le interesa estudiar.
— Y que no estudie.
— ¿Qué estás diciendo? ¿Cómo no va a estudiar?
— A simple vista estudia porque vos no pudiste estudiar. Estudia para vos. Para que vos la aceptes.
— Yo solamente le pido que tenga buenas notas, que apruebe todas las materias. ¿Es mucho pedir?
— Le pedís que se sacrifique.
— Y claro. Como me sacrifico yo, para que ella tenga todo lo que yo no tuve.
— ¿Y cómo te va a vos sacrificándote?
— ¿A mí?
— Sí, a vos.
— Y…, no sé…, la voy llevando.
— ¿Vos sos feliz? ¿Estás en paz?
— Y… no, la verdad que no. En paz no estoy. Vivo en el médico.
— Osea que vos querés que ella se sacrifique, como hacés vos, pero esperás que haciendo lo mismo que vos… ¿tenga diferente resultado?
— Dicho así parece absurdo... ¿no?
— ¿Vos realmente querés que tu hija sea feliz? —pregunto, y ella responde afirmativamente con la cabeza mientras sus ojos se llenan de lágrimas—. ¿Y porque no probás ser feliz vos y después le transmitís los pasos a seguir? —se seca las lágrimas y ríe—. ¿Eso no suena más lógico?
— Y sí. ¿Vos decís que le diga que deje de estudiar?
— No, pará. No estoy diciendo eso. Lo que digo es que si te sacrificás, dejando de lado lo que sentís que tenés que hacer, por lo que pensás que tenés que hacer, es imposible ser feliz, y ni hablemos de estar en paz. Dejala descubrir qué es lo que siente que tiene que hacer. Dejala descubrir qué es lo que ama hacer. Dejala ser, descubrirse, haciéndole saber que será amada y aceptada incondicionalmente decida lo que decida.
—Eso puede llegar a funcionar —ambos nos reímos… con los ojos llenos de lágrimas.
— Yo creo que puede llegar a funcionar. <3
Augusto Godachevich
La otra noche estábamos cenando, y nuestra hija de seis años nos dice:
—Qué lástima que el Ratón Perez recién me va a dejar las golosinas debajo de la almohada mañana la mañana.
—¿Por qué decís eso? —le pregunto.
—Porque me gustaría tener las golosinas ahora para comerlas de postre después de cenar.
Reflexiono durante unos segundos, y le respondo:
—¿Y por qué no dejás el diente debajo de la almohada ahora? Quizás el Ratón Perez justo arranca el recorrido por este lado y te deja la bolsa de golosina en un rato.
La pequeña comprende que mi idea es excelente. Suelta el tenedor; agarra su diente, lo deposita debajo de la almohada, y vuelve a cenar.
Varios minutos más tarde, cuando la cena se encuentra finalizada, la pequeña Frida se levanta de su silla:
—Voy a ver si ya pasó el Ratón.
—No creo que haya pasado aún —supongo intrigante para generar aún más expectativa.
Seis segundos más tarde se escucha el eufórico alarido de felicidad emanado por la garganta de la pequeña niña de seis años:
—¡Sí! ¡El ratón ya pasó! ¡Mirá todo lo que me trajo! ¡Mirá mamá, mirá papá! ¡El ratón ya pasó!
Entonces procedemos todos a deglutir aquella feliz, fantástica y azucarada recompensa dada por el simple hecho de crecer, por el simple hecho de ir desmantelando una boca llena de dientes que ya no son de utilidad.
Más tarde, mientras mi esposa lava los platos, y los niños miran capítulos de Los Simpsons, salgo a sacar la basura.
Camino con parsimonia entre los perros que se me cruzan entre las piernas, y me pregunto:
“¿Cuánto puede una creencia? ¿Cuánto puede realmente una creencia?” Y entonces me respondo: “Lo puede todo. Una creencia lo puede… todo. Si mi hija cree que va a venir un Ratón a traerle golosinas y reacciona acorde a esa creencia con eufórica alegría, una creencia lo puede todo. ¿Y por qué ella sí y nosotros no? Será porque ella es inocente. Ella no desconfía. Ella confía, no desconfía. A ella ni se le pasa por la cabeza desconfiar. ¿Por qué va a desconfiar? Pero… ¿y nosotros qué? ¿Acaso nosotros no estamos hipnotizados por millones de creencias? ¿Acaso muchos de nosotros no creemos que el trabajo debe ser sacrificado? ¿Qué hay que ganarse el pan con el sudor de nuestra frente? ¿Acaso nosotros no creemos que todos nos quieren cagar? ¿Acaso no creemos que todos son chorros? ¿Acaso muchos de nosotros no creemos no merecemos… amor? ¿Acaso no creemos que merecemos estar solos? ¿Acaso no creemos que merecemos castigo? ¿Eh? ¿Eh? Y bueno, claro, como creemos en lo que no existe, hacemos mágicamente que exista. Porque, no sé si estarán al tanto, pero nosotros interpretamos al mundo a partir de lo que creemos. Por ende solo podemos ver lo que creemos que está allí. Nosotros tenemos que dar fe de nuestras creencias, tenemos que dar fe de lo que no existe. Y entonces hacemos que aparezcan Ratones Perez, Hadas de los dientes, Eternas soledades, Infinitos Desamores, Constantes Abandonos, y Cagadores, muchos Cagadores, Cagadores por todos lados… Y entonces vivimos recibiendo el castigo que creemos merecer. Porque nos sentimos culpables, y los culpables no merecen otra cosa que castigo. Y sufrimos, y nos enfermamos, y morimos. Porque merecemos el castigo. Porque consideramos que hicimos algo mal, algo que no corresponde a los ojos de papá y mamá, o a los ojos de Dios, o a los ojos de la sociedad, o a los ojos de nuestra pareja. El ser humano es el único animal que se quita la vida por una creencia. Sí, por una creencia. Por algo que es una hipótesis. Por algo que no es constatable. Por algo que no es real. Por una generalización. Sí, nos matamos por creencias. Por algo que sólo está en nuestra mente. Pero como lo creemos, lo atraemos, y lo vivimos, y lo sufrimos. Y como creemos que no merecemos amor atraemos relaciones en donde no nos sentimos amados; en donde constantemente preguntamos “¿me amás?”, pero cuando nos contestan que sí, que nos aman, no les creemos. ¿Quién nos va amar a nosotros? Nosotros no merecemos amor. Nosotros no merecemos amor. Eso lo tenemos muy claro. Ya fuimos eficazmente hipnotizados. Pero…, yo me pregunto… ¿Qué pasaría si yo comenzara a creer que merezco amor? Milagrosamente lo que pasaría es que comenzaría a ser amado. Exactamente eso. ¡Pero no! Somos desconfiados. Desconfiamos. Creemos siempre que nos van a traicionar. Y luego somos traicionados.
Quiero informarles que, a partir de ahora, y a consciencia de que el inconsciente es inocente, me libero de toda desconfianza, y vuelvo a creer. Porque hoy sé que atraeré todo aquello en lo que yo creo. Hoy vuelvo a ser un niño inocente. Vuelvo a creer en Hadas de los dientes, en Reyes Magos, y en Ratones Perez; pero sobre todo, vuelvo a creer en el Amor. Vuelvo a creer en el Amor. A partir de hoy “creo que me amo”. Hoy creo que todos nosotros merecemos amor. ¡Y se acabó!
Gracias hija. Gracias por creer. Gracias por mostrarme lo que es creer. Gracias por enseñarme lo que es la inocencia, el amor y la fe. Gracias por enseñarme que, si quiero comenzar a recibir todas las noches debajo de la almohada una inmensa bolsa de abundancia, tan sólo tengo que creer. Tengo que creer sin desconfiar. ¡Tengo que creer!
Los amo. Porque creo que los amo. ¡Y se acabó!
Augusto Godachevich
—Papá, ¿qué es el ego? —pregunta la pequeña Frida antes de acostarse.
Respiro profundo, armo la frase, y contesto:
—El ego es lo que nos separa.
—¿Lo que nos separa?
—Claro, cuando vos querés ser más que alguien, te estás separando del otro. O cuando te sentís menos que alguien. Es lo mismo. El ego siempre separa. El ego necesita que te sientas diferente que el otro. Es lo contrario a lo que hace el amor. El amor une y el ego separa.
—¿Cómo que el amor une? —pregunta ella.
Entonces intercede su ingeniosa madre:
—Claro, cuando vos lo abrazás a tu hermanito y decís que lo amás mucho te sentís unida a él. ¿O no?
—Sí, es verdad — reconoce la pequeña.
—Y cuando lo empujás al suelo como una bolsa de papa es porque considerás que él ya estuvo lo suficiente con nosotros y ahora te toca a vos, eso es ego. El ego es competencia. Eso te separa de él —agrego incisivo.
—Ah —dice mientras la tapo con la frazada.
Su madre apaga acomoda a su hermanito en la otra cama y le da la mamadera. Yo apago la luz y le pregunto a la pequeña:
—¿Entonces entendiste qué es el ego?
—No, no entendí nada de nada.
—Bueno, después te sigo explicando. Hasta mañana.
—Hasta mañana papá. Te amo.
—Te amo, hija.
Augusto Godachevich y Frida Godachevich Vigo
Una vez necesité ser mejor que otros. Una vez necesité ser más que los demás. Más creativo, más simpático... más inteligente que los demás. Hubo una vez en que me sentí tan poca cosa que necesité ser más que los demás.
¿Acaso no es la historia de todos nosotros? ¿Acaso no todos creemos necesitar ser más que los demás? Soy el empleado que más trabaja, todos los demás son vagos... Soy el más inteligente de mi clase, todos los demás son ignorantes... Soy la más atractiva de mis amigas, todos los hombres me desean… Soy el que mejor sueldo merece cobrar… Soy la mejor en la cama… Soy el que puede con todo… Soy la que nunca se rinde… Soy el que merece ganar… Soy la más capacitada, si no lo hago yo no lo hace nadie…, nadie.
Siempre necesitamos ser más que alguien. Y yo también lo necesité. Y para que uno sea el mejor es necesario que haya peores. Muchos peores. ¡Y cuánto tiempo invertimos descubriendo y hablando acerca de aquellos necesarios peores! Los encontramos en todos lados: en la calle, en el colectivo, compañeros de trabajo, amistades, familia… Y entonces nos la pasamos señalando, humillándolos… Nos la pasamos separándonos de los demás al grito de “¿Cómo puede ser que no seas como yo? ¿Cómo es que no ves lo que a mí me resulta tan obvio?”. ¡Porque no olviden que nosotros somos los mejores y ellos, lógicamente, los peores! Y si los demás no ven las cosas como las vemos nosotros… “¡es porque son estúpidos! ¡¿Cómo pueden ser tan estúpidos?¡”…nos preguntamos a viva voz. “¿Cómo?”
Insisto en que una vez necesité ser mejor que los demás. Lo fui…, hasta que me harté. Me harté de echar culpas, me harté de mis excusas, me harté de justificar mis lastimeras carencias. Porque creemos que siempre hay un culpable, alguien que es responsable de nuestros fracasos, de nuestro sufrir, de nuestros sueños sin cumplir. Si no es mamá, es papá que no estuvo… Si no es mi esposa, serán mis hijos que vinieron en el peor momento… Si no es mi jefe, será mi compañero de trabajo que me quiere pisar la cabeza… Siempre hay un culpable. Siempre hay una excusa. Pero yo me harté. “Me harté de ser yo mismo”. Entonces puse punto muerto. Y allí me quedé. Esperando a ver qué sucedía si dejaba de ir tras lo que yo consideraba que era lo mejor para mí. Y en ese lugar, en esa tremenda quietud, comprendí que todo dependía de mí. Tan sólo de mí. Y ese descubrimiento me trajo una inmensa paz. Una paz que aún me sorprende.
Comencé a investigar, a estudiar y a experimentar…, y comencé a descubrir que todo estaba en mí. Ya no había que esperar por nadie. Ya no había culpables. Descubrí que era yo quien me había saboteado en cada cosa que había emprendido.
Entonces me crucé con muchos maestros, maestros que ya conocía pero que aún no los había considerado maestros; después de todo, como dice aquella iluminada frase, “el maestro aparece cuando el alumno está preparado”. Y así fue. Leí, estudié y comprendí, entre otras cosas, que “para el inconsciente el otro no existe”; por ende todo lo que rechazamos de los demás es lo que nosotros no estamos dispuestos a ver en nosotros mismos.
Si me habré llenado la boca juzgando de ignorantes a quienes me rodeaban... Hoy entiendo que el que siempre se sintió ignorante, el que siempre sintió estúpido, fui yo. Pero como no estaba dispuesto a verlo, puesto que me resultaba demasiado doloroso, lo escondía en mi inconsciente. Pero como el inconsciente quiere sanar, necesita que eso salga de la sombra, que salga hacia la luz. Y como rechazamos de los demás aquello que no estamos dispuestos a ver que somos; nos la pasamos proyectando en los demás, nos la pasamos rechazando a los demás, y vivimos en eterno conflicto con quienes nos rodean.
Ya he pasado incontables veces por la experiencia de descubrir a un maestro en donde antes había un enemigo. Ya he agradecido incontables veces aquellas experiencias que me ayudaron a sanar, a integrar. Y cada día estoy más en paz, en armonía, en estado de salud y coherencia.
Les informo que grande fue la sorpresa cuando descubrí, a través de la proyección, que el que siempre se había sentido un ignorante era yo. Entonces pude identificar y hacer consciente cuál era la creencia que me hizo rechazar mi propia ignorancia, rechazarla como algo negativo, como algo doloroso. Pude comprender el por qué necesité sentirme siempre más inteligente que los demás, el porqué de la necesidad de andar siempre con aquella excesiva máscara de superioridad.
Hoy ya no me siento ignorante, pero tampoco me siento inteligente. Hoy entiendo que ser ignorante o inteligente es tan solo percepción, es tan sólo una interpretación. Y hay tantas interpretaciones del mundo como personas que lo observan. Y cada interpretación está condicionada por creencias, por programas, por valores… Por ende lo que hay que sanar es nuestra percepción, nuestra interpretación de la realidad. Descubrir cuáles son las creencias que nos hacen rechazar lo que somos, y cambiarlas por otras, por nuevas creencias que nos pongan en coherencia.
Hace ya mucho que estoy dictando mis talleres y seminarios de Liberación Emocional, y ya me he cruzado con muchísimas personas en el camino hacia la coherencia, hacia la paz. Y luego comencé también a dar encuentros en línea, personales y en pareja. Y quiero confesar que aún no dejo de asombrarme al observar las facciones de cada consultante a la hora de la toma de conciencia; a la hora de descubrir cuáles eran aquellos programas que los esclavizaban… Y esa sagrada mirada de emoción, de alivio y gratitud, al sabernos conectados, al sabernos en el mismo camino, al sabernos ya libres al fin.
Gracias, muchas gracias. Los amo. <3
Augusto Godachevich
—Tomá, papá, te lo regalo —dice anoche Frida, nuestra hija de siete años, mientra me hace entrega de un abanico creado por ella con una hoja de papel blanco.
—Muchas gracias —contesto—, pero... ¿porqué no le ponés un poco de color?
—No, papá. No quiero, no tengo ganas, no quiero pintarlo.
—¡Qué vaga! —contesto sin siquiera pensarlo
—Estás proyectando, papá. Ya lo sabés. Entonces el vago sos vos —contesta con seguridad mientras se dispone a seguir con su fábrica de abanicos.
Me quedo mudo. Pienso. Es cierto. Siempre que estoy descansando me siento un vago. Observo dentro de mí a la herencia programándome. ¿Si no estoy haciendo, no existo? Otra cosa más para sanar. Y mi hija, que con siete años, ya entiende como funciona la proyección.
Rompo mi mutismo y le digo a la pequeña, con el blanco abanico aún entre las manos:
—Gracias, hija.
Y mi esposa que escuchó el diálogo a la distancia me dice:
—Ya la tiene más clara que nosotros.
Y entonces mi sonrisa que surge incandescente al tomar conciencia de nuestra constante sanación hecha herencia.
Augusto Godachevich, Ana Julia Vigo y Frida Godachevich VIgo
¿Para qué tenemos síntomas físicos? El síntoma físico nos viene a informar que hemos perdido la paz, que estamos en conflicto; nos viene a informar que debemos ponernos en coherencia mental, para volver a hallar la paz, y por ende, la salud. Debemos liberar esa emoción que no permitimos que fuera liberada. Pero… ¿Para qué nos ponemos en conflicto? Nos ponemos en conflicto para descubrir y sanar todas las creencias y programas inconscientes que hemos heredado y nos ponen en incoherencia. Toda esa herencia que nos pone en conflicto a la hora de interpretar el mundo que nos rodea. A través de cómo lo interpretamos, a través de lo que rechazamos y admiramos afuera, es que me entero de qué es precisamente lo que tengo que sanar adentro. A través de lo que proyecto en los demás es que me entero precisamente de cuál es la herencia inconsciente que me pone en conflicto, que no me deja expresar lo que realmente siento, que me quita la paz y la salud. Entonces así podemos ponernos en coherencia. Entendiendo que lo que hemos heredado, así como fue heredado, puede ser devuelto. Cuando hacemos consciente la creencia, o el programa que nos pone continuamente en conflicto, lo podemos cambiar, lo podemos trascender. Y entonces comenzamos a recorrer el cambio de conciencia; comenzamos a entrenar a nuestra mente en la no dualidad. Cambiando de interpretación, sanándola. Comenzamos a entender que ya no hay víctimas, ni victimarios; que ya no hay culpables, ni castigos; que ya no hay mala suerte, que todo ocurre para algo. Comenzamos a comprender que todo lo que nos sucede lo atraemos a nuestra vida para vivir una experiencia de sanación. Abandonamos el rol de víctima para transformarnos en aprendices. Abandonamos al conflicto, y abandonamos la creencia en la enfermedad, para comenzar a transitar un nuevo camino de paz, salud, y amor. Un camino de coherencia emocional.
(Augusto Godachevich / 2017)
Me acaban de informar que se murió mi abuela. Tengo agendada una sesión más, pero le pido a la consultante pasarla para la semana que viene, porque se murió mi abuela paterna, la última.
Y entonces ya no tengo más abuelos. Y mis hijos ya no tienen más bisabuelos. Porque se murió mi abuela. La última abuela.
—Ya vengo —le informo a mi esposa mientras abro la puerta y salgo a caminar frente al campo. Es de noche. Todo es estrellas, oscuridad y árboles alumbrados por tenues luces amarillas. Camino, respiro, y allí está mi abuela:
—Hola abuela —comienzo a hablarle en voz alta—. Hola Abuela. Quería decirte gracias. Gracias por todo. Al fin se acabó tu experiencia física. Al fin se acabó la ilusión de tu abandono, de tu soledad, de tu frialdad, de la constante hostilidad... Se acabó tu amargura, se acabó el ser víctima de tanto abandono. Volviste a ser lo que siempre fuiste, pero no te llegaste a enterar de que era así. Se acabó pensar, ya sos paz. Ya está, ya pasó. Descansá. Abuela, te amo… Abuela, te despido, gracias por todo. Andá, disfrutá. Ya está, ya pasó. Gracias por todo.
Y mi abuela que se va. Y yo que me quedo llorando ahí bajo las luces amarillas, frente al campo, despidiéndola.
Al otro día, temprano, entro a la sala velatoria. Me acerco al cajón, al féretro cerrado, y no pasa nada. Por primera vez, en un velorio, no pasa nada. Veo al cajón y lo siento un mueble un tanto absurdo. ¿Qué es ese cajón? ¿Allí dentro está mi abuela? No, allí no está mi abuela. No siento nada. ¿Por qué no siento nada? Esto nunca me pasó antes. Nunca me pasó. ¿De qué se trata esto? ¿De qué se trata todo esto? ¿Por qué no siento nada?
Entonces comprendo que no siento nada porque ese velatorio fue un trámite innecesario. El sentido de un velatorio es despedir a alguien, y yo ya había despedido a mi abuela la noche anterior. A conciencia de que el cuerpo no existe, de que todo es mente, de que todo es unicidad, yo ya había despedido a mi abuela la noche anterior. Mi abuela no estaba en el cajón. Mi abuela ya había vuelto a ser lo que siempre fue. Mi mente me informaba que no tenía sentido volver a despedirla. No tenía ningún tipo de sentido. Y ese cajón, a mis ojos, era un mueble absurdo. Mi abuela no estaba allí. Por primera vez estaba viviendo con extrema certeza y profundidad aquella frase que leí hace ya mucho tiempo, cuando inicié con este camino de autoconocimiento: “El cuerpo no existe”. Aquella brutal frase que tanto tiempo llevó integrar: “El cuerpo no existe”
Tiempo más tarde llevamos al absurdo mueble hacia el cementerio, y lo dejamos en una habitación con otros absurdos muebles que, a simple vista, parecían ser familiares del primero. Y nos vamos. Y me voy caminando junto a mi padre, el hijo de mi abuela, por las callecitas del cementerio. Y nos vamos alejando, bajo la lluvia, a paso lento.
Más tarde llego a mi casa, beso a mis hijos, y pongo la pava, con el fin de tomar unos mates con mi esposa… Escucho que llega un mensaje. Es de mi padre, lo abro:
“Gracias por todo”.
Y entonces comprendo para qué fui al velatorio. Y entonces comprendo para qué la visita al cementerio. Y entonces comprendo para qué aquella gris y lluviosa mañana... no fue un trámite innecesario.